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No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con ambas manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja. Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.